«…cada canción del setlist en su hermosísima brevedad- no creo que ninguna superara los 3 minutos y medio- era un disparo directo al corazón, con su cartucho de diferente color pero todas, como estrellas fugaces, se alojaron en nuestro recuerdo y todavía cuesta asimilarlas. No creo que ese olor a pólvora de sastre de la canción e interpretación deje de oler en todos los años que me queden de vida…».
En ocasiones, muy contadas, percibes que un artista cuando acaba el silencio previo a comenzar a tocar y cantar, te transmite un escalofrío o una emoción que dura hasta que acaba con el bis. Si la sensación no perdura en la epidermis es por qué no hay bicho viviente que aguante esa extrema sensación tan cercana al orgasmo.
Steve Forbert, uno de mis queridos unsung heroes, poeta de la Fender y de NY, uno de los trovadores románticos salidos de la remesa de los llamados «nuevos Dylan» de los setenta, él uno de los más jóvenes, no había pisado estas tierras nunca y ahí estaba ante mis narices y frente a mi corazón vestido para una cita de la vida.
El bardo se reclinó ante sus canciones, como si las rezara con fervor e improvisación, como si las acariciara hasta el frenesí con su peculiaridad intransferible de principio a fin. Steve estaba eschufado en cada sílaba, acorde, nota, silencio, desbordante entre una parroquia que abarrotó el precioso local donostiarra- céntrico y muy Greenwich Village-y que mantuvo un respeto, un silencio y un reconocimiento ante su humilde grandeza prácticamente inédito en este tipo de locales donde a la vez se beben birras y se generan conversaciones muy molestas. Oye, es que ni un ruido. Parecía que estábamos en una ermita románica y ni se escuchaba el tintineo de los vasos, solo cuando se cayó la bolsa con mis vinilos.
Y es que los artistas que se enchufan a la pasión de su musa-que al final son sus propias creaciones, y se lanzan sin red, es lo que tienen: se ganan el respeto desde el primer verso.
Así sucedió y así os lo cuento. Steve seleccionó un setlist muy centrado en su última preciosidad The Magic Tree (2018) pero con espacio para sus amores: Jimmy Rodgers ( del que editó un disco dedicado a su obra y del que dijo nadie ha superado) al blues ( Sleepy John Estes con el Someday Baby que Dylan robó por la cara) al rock and roll sencillo y de toda la vida ( como los de NRBQ) y al tamizado de pop por los de Liverpool ( When I´m 64- su edad actual- y un precioso comienzo en tema propio con el Goodnight que cedieran vocalmente a Ringo-favoritísima-)
A todo este cuerpo férreo de tradición y maestros, le sumo canciones propias aleatorias de su carrera, tan válidas como cualquiera de las que iluminan todos sus discos. Yo le pedí Dear Lord pero no hubo suerte. No era una cuestión de canciones o preferencias, era el deliver, ver a un genuino, a un original, a una personalidad intransferible en tres modos combinados magistralmente con un groove de golpe de tacón en la madera de quitar el sentido. Su voz, única y aniñada que se conserva tan radiante aunque algo arrugada (con el plus que ello supone), su forma de tocar la guitarra tan deconstruida y tan Mississisipi John Hurt, tan llena de espasmos de emoción (más inarticulada de lo que yo imaginaba- sublime y tierna) y el toque de armónica más bonito al otro lado de Dylan , Young , Murphy o Springsteen.( mi top five de armonicistas blancos songwriters de rock clásico) Su chisporroteo de aire intermitente en el arpa de boca imita el estar enamorado mirando la luna como nada que haya escuchado.
Nunca hubiera imaginado lo que me ha pasado este año: poder ver a Roy Harper y ahora a Steve Forbert, todavía me pellizco. Completando círculos de amor y formación musical.
Cada canción del setlist en su hermosísima brevedad- no creo que ninguna superara los 3 minutos y medio- era un disparo directo al corazón, con su cartucho de diferente color pero todas, como estrellas fugaces, se alojaron en nuestro recuerdo y todavía cuesta asimilarlas. No creo que ese olor a pólvora de sastre de la canción e interpretación deje de oler en todos los años que me queden de vida.
Fue un concierto para gozar en los requiebros, para amar la vida en sus rincones, para romper a llorar pero al final no hacerlo, como sus breves y descomunales líneas con sus cuidadas y múltiples Hohner Marine Band, con sus la de das y sus formas intactas y con el sello de la casa. De todos sus compadres al que más me ha recordado siempre es a Willie Nile porque ambos cuando cantan una balada te dejan muerto de gozo, porque ambos poseen una lírica callejera de andar por casa acompañada de una voz aparentemente débil, herida de sentimiento pero más potente y efectiva de lo que pueda parece cuando les disfrutas a dos palmos y en directo.
Quiero mencionar expresamente la interpretación de la canción que titula su último disco hasta la fecha, The Magic Tree, como momento epifanía dentro de lo que resultó ser una epifanía completa, no sobraron ni los momentos de afinación. También la inevitable- su único hit- Romeo´s Tune descarnadamente lozana (la toma original siempre me ha parecido una de las canciones más bonitas jamás compuestas).
El caso es que tras finalizar me acerqué a que me firmara mis viejas copias seleccionadas de la balda de poesía rock 1974-1990- no era cuestión de marearle- Jackrabitt Slim y Streets Of This Town y solo me salió un thank you for the show como una catedral y decirle que por favor vuelva y que se hiciera una foto conmigo para el recuerdo.
No puedo extenderme mucho más la verdad, fue algo demasiado íntimo, muy personal, de su corazón al mio y espero que al de de todos los que han disfrutado de esta histórica gira para «cuatro» privilegiados.
+Gracias Steve por venir, gracias al Club 40 y al Altxerri por programar en la Bella Easo conciertos tan mágicos (todavía A.J. Croce en el recuerdo) y gracias a la compañía, a Kasty y su darlin companion, a la peña de Ordizia y a mi darlin companion ( con la que tanto hemos disfrutado en viajes con las canciones de Steve) ; a mis queridos amigos del alma Javi y María, siempre con nosotros en las grandes ocasiones (ahora recuerdo con ellos en el Principal el concierto acústico de Nick Lowe que quedó para siempre impreso en mi libro).