Como siempre que se trata de algunas bandas del post-punk relacionadas con cierto período del pasado que en Valencia se vivió a nivel musical muy intensamente, la ciudad del Turia muestra una de sus mejores caras con un aforo más lleno de lo habitual que en mayor medida, todo sea dicho, se nutre de la nostalgia de aquellos años (no puedo evitar que me llame la atención comparativamente hablando la escasa concurrencia con artistas o grupos actuales de pop-rock en plenitud de forma). Pero la verdad es que si hay un conjunto de aquella época que merece tal devoción es The Chameleons pues su fabulosa primera trilogía, aunque solamente sea reconocida por una minoría, es suficientemente digna una vez más (y las que hagan falta) para rendirle un apropiado tributo mediante la asistencia. Es más, da lo mismo que vivan de un patrimonio pretérito con escasos (o más bien nulos) aportes en forma de nuevas publicaciones ya que la enajenación con aquellas canciones está casi garantizada, de forma más intensa, si cabe, para el caso de que exista algún miembro de la vieja guardia (o algún joven aventurero) que no hubiese tenido la oportunidad de disfrutarlas hasta ahora en directo. Por cierto, ¿dónde se meten las nuevas generaciones cuando existe la oportunidad de ver leyendas vivas del rock? No soy un experto fisonomista pero una vez más es casi una utopía distinguir algún rostro entre la muchedumbre que no exceda de los treinta.
De nuevo Mark Burgess al mando con una banda renovada y modernizada para la causa, con un Vox apellidando a The Chameleons, sin ilustres miembros originales como Reg Smithies, Dave Fielding,…, y viviendo de las rentas del pasado. Benditas rentas en este caso, insisto.
Se presumía que el plato fuerte en la Sala Noise de Valencia durante la velada del 30 de abril era saborear aquel heladito en el puente, el magno “Script of the bridge”. Y efectivamente, cayeron uno tras otro, de forma consecutiva, rigurosa e inflexible todos los cortes del egregio clásico del rock. Aquel viejo riff de guitarra y el grito de «Don’t fall« fueron el pistoletazo de salida que, ipso facto, nos embarcó en un mundo onírico único, el de los Chameleons. A partir de ahí una línea uniforme a nivel instrumental con densas líneas de bajo, esas que tanto añoramos algunos, unos ritmos repetitivos, a veces sincopados y otras acelerados, y unas melodías jalonadas con sonidos de guitarra de marcado carácter hipnótico.
La primera fase de aquel guión perpetrado en 1983 nos aproximó a la locura, nos arrastró a un refugio y cobijo como es la “Monkeyland” (con un estribillo capaz de hacer retumbar cualquier garito que se tercie), convirtió sueños en caricias, consiguió estremecer con ese verso de “…there’s no Eden, anyway…” de “Up the down escalator” para acabar exhibiendo el semblante de mayor congoja y aflicción.
En la segunda parte brilló “Pleasure and pain” como solo ella puede hacerlo, con esos sentimientos incontrolados, con esas risas y con esa locura. Y de ahí el protagonismo nuevamente para inauditas criaturas oníricas que danzan, para la sombra de la vejez que emerge, para el tiempo que se detiene, para el silencio y también para la esperanza.
Los bises muy cortos, demasiado. Pasajes de Doors, de Beatles, del “White riot” de los Clash o del “Transmission” de Joy Division se intercalaron entre las espectaculares “Soul in isolation” o “Singing rule Britannia”. Al final un sabor agridulce, con sensación subjetiva de que algo había faltado, con mejor sonido que la visita a la Sala Wah Wah el año pasado pero con aparente menor actitud y entrega, o quizás no. Aún así, que no dejen de volver cada año para vivir de sus rentas porque aquellas canciones de los Chameleons siempre serán un bálsamo para los sentidos.